Primeros minutos del Año Nuevo. La juventud resistió a la solemnidad y se fue a quemar al Año Viejo, cargado de cohetes. Después vinieron los abrazos, en la calle, efusivos. Finalmente fue el momento del brindis y de dar gracias a Dios por un año más, por lo bueno y por lo malo. De encomendarle al Padre el alma de nuestro padre y externar así nuestra Fe.
Ante el rostro profundamente triste de mi madre, escuchando las palabras aleccionadoras de mi hermana menor y rodeado de hijos y sobrinos absorbiendo el momento, expuestos a nuestras miradas, nuestros gestos y nuestras palabras, fue quizás el momento de decirlo. De brindar alternativas.
El 19 de marzo del año pasado murió mi padre. Los billones de neuronas en su cerebro resistieron por algunos segundos, sosteniendo millones de disposiciones químico-biológicas sobre las cuales estaba construida la personalidad de mi padre, sus deseos y sus amores, sus prejuicios y sus resignaciones. Sin oxígeno, los pulmones desechos, las neuronas finalmente cedieron y todo se desmoronó y se disolvió en la nada del todo, para siempre y para nunca más, sin posibilidades de recuperación.
La eternidad de mi padre no inició entonces sino casi ochenta años antes, cuando vio la luz por primera vez y dio su primer chillido, o incluso antes. La vida nunca fue igual sobre la Tierra desde entonces: él estuvo ahí para imprimir sus huellas, para sembrar sus semillas y cosechar sus frutos. La eternidad de mi padre está en nosotros, sus hijos y en quienes lo conocieron, en los recuerdos y en el mundo que es porque él estuvo aquí.
Cualquier otra cosa es una ilusión, una visión, producto de nuestro miedo terrible a morir y desaparecer. Miedo que se transforma en vanidad que nos convierte en hijos privilegiados de un ser supremo. Un salto de fe que yo no puedo dar.
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