Estás muerto, papá; lo sé. No tengo esperanzas de que de alguna manera, mágica o física, puedan llegar a ti mis palabras o mis pensamientos; pero eso no hace mucha diferencia, porque en tu vida realmente intercambiamos pocas palabras. No fuiste dado a ellas, al menos no conmigo y menos para pedir. Me diste a entender claramente que no esperabas nada de mí: "No quiero nada de ustedes. Su obligación es darle a sus hijos, como la mía es darle a ustedes".
Ahora me doy cuenta, sin embargo, que esperabas sin esperar. Que las pocas cosas que te di, cuando te alcanzó mi adultez, te hicieron feliz; que te hubiera hecho más feliz si te hubiera dado más, un poco más; pero no fue así y no tiene remedio. En el cajón de mis hubiera se quedaron tus zapatos, tus pantalones, tus guayaberas, tus brandis. Me consuela recordar que de niño te rasqué las espaldas, te quité los zapatos y los calcetines muchas veces. Que te hice feliz en esos pocos momentos en que fui tu hijo, como cuando jugaba con mi revolvedora de "concreto"; cuando me subí a la moto que me compraste e incluso cuando me caí de ella; cuando iba sentado a tu lado mientras manejabas de noche en la carretera a Xalapa; cuando por fin aprendí a manejar y salías a observar cuando estacionaba la camioneta; cuando me llevaste a estudiar a la Ciudad de México.
Fuiste un hombre de grandes contradicciones ¿cómo todos? De grandes debilidades y grandes fortalezas. Capaz de cargar sobre tus hombros un saco de maíz o azúcar; pero incapaz de rechazar una cerveza ofrecida por una mano amiga. Capaz de arreglar el aparato más desarreglado; pero incapaz de corregir lo más querido. Un hombre inmensamente bueno y honesto, en un mundo que no valora la bondad y castiga la honestidad.
Recuerdo claramente el momento en mi adolescencia en que, viéndote atrapado por una tienda que te consumía lentamente mientras matabas las moscas, llegué a pensar que no quería ser como tú; que no eras mi modelo de vida. Yo no quería acabar así. ¡Yo quería llegar más lejos! Entender más y mejor la vida y dejar en ella una gran huella. Pero tú me empujaste papá. Tú me diste el impulso. Tú me ayudaste a volar, al mismo tiempo que me enseñaste a no dejar de ser un niño; a no dejar de maravillarme con el mundo, a ser feliz por tonterías y mantener un poco de inocencia dentro de mí.
He cruzado ya con mucho la mitad de mi vida, papá, y tu llevas ya siete años muerto; pero tu huella está aquí, conmigo, y la reconozco cuando me miro en el espejo y creo ver tus ojos, cuando observo el andar y la mirada de mi hijo. Cuando me digo a mí mismo "¡Qué pendejo eres, Rafael!".
Soy tu hijo, papá. Parte de tu eternidad.
Ahora me doy cuenta, sin embargo, que esperabas sin esperar. Que las pocas cosas que te di, cuando te alcanzó mi adultez, te hicieron feliz; que te hubiera hecho más feliz si te hubiera dado más, un poco más; pero no fue así y no tiene remedio. En el cajón de mis hubiera se quedaron tus zapatos, tus pantalones, tus guayaberas, tus brandis. Me consuela recordar que de niño te rasqué las espaldas, te quité los zapatos y los calcetines muchas veces. Que te hice feliz en esos pocos momentos en que fui tu hijo, como cuando jugaba con mi revolvedora de "concreto"; cuando me subí a la moto que me compraste e incluso cuando me caí de ella; cuando iba sentado a tu lado mientras manejabas de noche en la carretera a Xalapa; cuando por fin aprendí a manejar y salías a observar cuando estacionaba la camioneta; cuando me llevaste a estudiar a la Ciudad de México.
Fuiste un hombre de grandes contradicciones ¿cómo todos? De grandes debilidades y grandes fortalezas. Capaz de cargar sobre tus hombros un saco de maíz o azúcar; pero incapaz de rechazar una cerveza ofrecida por una mano amiga. Capaz de arreglar el aparato más desarreglado; pero incapaz de corregir lo más querido. Un hombre inmensamente bueno y honesto, en un mundo que no valora la bondad y castiga la honestidad.
Recuerdo claramente el momento en mi adolescencia en que, viéndote atrapado por una tienda que te consumía lentamente mientras matabas las moscas, llegué a pensar que no quería ser como tú; que no eras mi modelo de vida. Yo no quería acabar así. ¡Yo quería llegar más lejos! Entender más y mejor la vida y dejar en ella una gran huella. Pero tú me empujaste papá. Tú me diste el impulso. Tú me ayudaste a volar, al mismo tiempo que me enseñaste a no dejar de ser un niño; a no dejar de maravillarme con el mundo, a ser feliz por tonterías y mantener un poco de inocencia dentro de mí.
He cruzado ya con mucho la mitad de mi vida, papá, y tu llevas ya siete años muerto; pero tu huella está aquí, conmigo, y la reconozco cuando me miro en el espejo y creo ver tus ojos, cuando observo el andar y la mirada de mi hijo. Cuando me digo a mí mismo "¡Qué pendejo eres, Rafael!".
Soy tu hijo, papá. Parte de tu eternidad.
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