Ir al contenido principal

21 de marzo

Estás muerto, papá; lo sé. No tengo esperanzas de que de alguna manera, mágica o física, puedan llegar a ti mis palabras o mis pensamientos; pero eso no hace mucha diferencia, porque en tu vida realmente intercambiamos pocas palabras. No fuiste dado a ellas, al menos no conmigo y menos para pedir. Me diste a entender claramente que no esperabas nada de mí: "No quiero nada de ustedes. Su obligación es darle a sus hijos, como la mía es darle a ustedes".

Ahora me doy cuenta, sin embargo, que esperabas sin esperar. Que las pocas cosas que te di, cuando te alcanzó mi adultez, te hicieron feliz; que te hubiera hecho más feliz si te hubiera dado más, un poco más; pero no fue así y no tiene remedio. En el cajón de mis hubiera se quedaron tus zapatos, tus pantalones, tus guayaberas, tus brandis. Me consuela recordar que de niño te rasqué las espaldas, te quité los zapatos y los calcetines muchas veces. Que te hice feliz en esos pocos momentos en que fui tu hijo, como cuando jugaba con mi revolvedora de "concreto"; cuando me subí a la moto que me compraste e incluso cuando me caí de ella; cuando iba sentado a tu lado mientras manejabas de noche en la carretera a Xalapa; cuando por fin aprendí a manejar y salías a observar cuando estacionaba la camioneta; cuando me llevaste a estudiar a la Ciudad de México.

Fuiste un hombre de grandes contradicciones ¿cómo todos? De grandes debilidades y grandes fortalezas. Capaz de cargar sobre tus hombros un saco de maíz o azúcar; pero incapaz de rechazar una cerveza ofrecida por una mano amiga. Capaz de arreglar el aparato más desarreglado; pero incapaz de corregir lo más querido. Un hombre inmensamente bueno y honesto, en un mundo que no valora la bondad y castiga la honestidad.

Recuerdo claramente el momento en mi adolescencia en que, viéndote atrapado por una tienda que te consumía lentamente mientras matabas las moscas, llegué a pensar que no quería ser como tú; que no eras mi modelo de vida. Yo no quería acabar así. ¡Yo quería llegar más lejos! Entender más y mejor la vida y dejar en ella una gran huella. Pero tú me empujaste papá. Tú me diste el impulso. Tú me ayudaste a volar, al mismo tiempo que me enseñaste a no dejar de ser un niño; a no dejar de maravillarme con el mundo, a ser feliz por tonterías y mantener un poco de inocencia dentro de mí.

He cruzado ya con mucho la mitad de mi vida, papá, y tu llevas ya siete años muerto; pero tu huella está aquí, conmigo, y la reconozco cuando me miro en el espejo y creo ver tus ojos, cuando observo el andar y la mirada de mi hijo. Cuando me digo a mí mismo "¡Qué pendejo eres, Rafael!".

Soy tu hijo, papá. Parte de tu eternidad.

Comentarios

Entradas más populares de este blog

Doña Nico

Este año ha comenzado y sigue su curso sin Doña Nico, una bella veracruzana que se quedó huérfana de padre y madre cuando era pequeña y trabajó duro desde entonces para ganarse el pan de cada día, mismo que repartió con gusto y amor a quien lo necesitara. Nicolasa Gamboa Vázquez nació allá por 1939 en una ranchería conocida como San Nicolás, cerca de Tlacotalpan, Veracruz. A su papá, Mateo Gamboa, lo mataron cuando ella era niña y su mamá murió meses después, al dar a luz, de modo que vivió el resto de su niñez y los primeros años de su juventud con su abuela, María Vázquez, ganándose la vida con su trabajo en casa y fuera de ella, a costa de su educación primaria. Con varios traumas que acarreó toda su vida —no sólo físicos, como su pierna recortada, sino de insignificancia por su pobreza y falta de educación— y sin modelos de padre y madre que seguir, hizo lo que pudo con nosotros, sus hijos. Nos dio lo que ella no tuvo y deseó: educación como única obligación, todo el tie

Ailin

Te mataron Ailin, te mataron con pistolas de violencia. Porque tu ser dijo que no a llevar de otro modo su existencia. Terminaron así tu corta vida. Acabaron de golpe con tus sueños. Eres héroe, Ailin. Bien merecida la protesta, la ovación, el duelo. Pues te mataron, Ailin. Te mataron.

Cottish

  El pasado lunes 21 de febrero de 2022, a la edad de doce años y dieciséis días, murió Cottish, amo y señor del Condominio Santa Mónica y sus alrededores —según él. Un schnauzer mini, lanudo y algo chaparro —‘!Tiene chinos!’ Dijo alguien al verlo— que, sin embargo, no distinguía entre su tamaño y el de otros perros, ¡y menos si eran perras! Recuerdo cómo se cansaba persiguiendo en el parque a dos perras de raza Gran Danés que vivieron por este rumbo unos meses. Como amo y señor del condominio y sus alrededores, mantenía una vigilancia estrecha de sus terrenos, aunque de vez en cuando descansaba en su jardín privado. Con el tiempo, su sueño se cumplió, pues llegó una perra a la casa, a la que mi hijo nombró Hera, como la esposa de Zeus en la mitología griega. Por supuesto, Cottish apreció la alusión a su parecido con  Zeus —aunque fuera solamente por la barba— pues para él ella era su perra. Los dos se enfermaron de erliquiosis, una infección de la sangre producida por el parásito lla