—No entiendo —dijo el médico— ¿Por qué una persona como usted habría de sentirse tan mal?
Tenía sentido la pregunta. Miguel Jiménez no tendría por qué sentirse así; pero así se sentía y cada semana era peor. El peso creciente sobre su pecho le hacía más difícil la respiración. La contracción de sus intestinos le producía ese dolor sordo que en ocasiones casi le provocaba el vómito. El abandono de su cuerpo de toda vitalidad más allá de la indispensable para la subsistencia y ese hormigueo en su piel lo hacían sentir tan frágil.
—No lo sé —contestó, con voz cansada.
Había venido para que le dijeran si algo estaba mal en su cuerpo, no para platicar de su vida personal. No servía para nada. Ya había consultado a varios psicólogos y había sostenido largas pláticas con ellos, muy interesantes algunas; pero a fin de cuentas todos acabaron desilusionándolo.
—El problema con usted es que es muy inteligente —le había dicho el último de ellos— y usa su inteligencia para esconderse muy bien.
No es que quisiera esconderse. Al contrario, trataba de cooperar siempre; pero no funcionaba. Nunca lo había hecho y es por eso que siempre acababa solo y decepcionado.
Se despidió del médico y salió del consultorio. Al menos había conseguido descartar que algún problema en su estado físico fuera la causa de su situación. Estaba sano. Tanto o más sano que cualquiera, o al menos igual de enfermo.
La secretaria tenía una llamada y Miguel tuvo que esperar un poco para pagar la consulta; algo que muy pocas veces sucedía, porque Miguel Jiménez era de esas personas que muy rara vez esperan. Paseo su mirada por la pequeña sala, sobria pero elegante, hasta descansarla sobre las revistas en la mesa de centro. Allí fue donde se reencontró con el anuncio que había llamado su atención mientras hojeaba las revistas antes de ver al médico.
‘El Espejo – Conócete a ti mismo en la última frontera’.
No le costó trabajo hacerse del ejemplar. Pagaba demasiado como para que le dijeran que no podía llevárselo. Así pudo leer la nota con calma, en su oficina:
Convencer a los científicos no fue tan difícil, considerando que Miguel no tenía problemas en hacer una donación del tamaño requerido para ser considerado “sujeto de experimentación”. Las instrucciones resultaron muy simples. De hecho, prácticamente una sola:
—No intente tocarlo —le dijo el científico, apenas ocultando su excitación—. Su mano no va a encontrar nada y se romperá el encanto.
El proceso de clonación, en cambio, fue largo, ruidoso y claustrofóbico.
—Es como una vieja resonancia magnética —le dijeron— totalmente inofensiva. La versión comercial, por supuesto, será mucho más silenciosa y con una pantalla para disminuir el aburrimiento. Porque no creemos que pueda hacerse mucho más rápida; el cerebro humano es increíblemente complejo.
Finalmente, llegó el momento.
—Cuando esté listo cierre los ojos —le dijo el asistente—respire profundo y abra la puerta.
Abrieron la puerta al mismo tiempo y clavaron la mirada el uno en el otro, maravillados.
—¡Hola! —dijeron a una sola voz.
Se inspeccionaron con un detenimiento que en otras condiciones hubiera sido impertinencia. Pero aquí era diferente. No había nadie más. Los movimientos eran lentos, pero confiados, como dando tiempo para observar y ser observados. Se sentaron casi al mismo tiempo y cruzaron las piernas de la misma forma, esperando que el otro comenzara la plática. Solamente para volver a hablar al unísono.
—¡Qué curioso! Nunca pensé estar en una situación así.
—Al principio la comunicación será difícil, porque serán exactamente iguales —le habían explicado los científicos en la entrevista previa al experimento—. Por eso es que diseñamos la habitación de modo que fuera totalmente asimétrica: para que cada uno tome un camino diferente.
—Es como el principio de incertidumbre de Heisenberg —sugirió Miguel— sólo podemos observarnos rompiendo nuestra identidad.
Poco a poco, las pequeñas diferencias fueron haciendo mella y la comunicación empezó a fluir. La reunión duró un par de horas, que para Miguel fueron solamente unos minutos. La experiencia era simplemente increíble. Como hacerse una pregunta y ser tomado por sorpresa y responderse sin poder mentir. Como dos esferas cuyas superficies fueron tomando texturas diferentes, pero cuyos idénticos interiores en resonancia acabaron por salir a la superficie, dando a cada una la forma de una botella de Klein.
Las condiciones habían sido muy claras y tajantes, a pesar de la jugosa contribución al financiamiento de la investigación de parte de Miguel Jiménez: el experimento no podría durar más de una semana y el sujeto tendría que permanecer todo el tiempo en las instalaciones del MIT bajo estricta vigilancia del equipo de investigadores y sin conexiones con el mundo exterior. En condiciones normales esto hubiera sido imposible para Miguel, pues desatender sus negocios por una semana era arriesgarse a perder miles de millones de dólares. Sin embargo, eso ahora no importaba. Cuando no estaba en El Espeja ni tenía que contestar las andanadas de preguntas de los investigadores o someterse a un sin fin de estudios de todo tipo, Miguel se enfrascaba en sus recuerdos, tanto de su última e inenarrable experiencia como de su vida anterior, ahora tan lejana. Nadaba entre ellos como una tortuga en un banco de medusas, hasta perder la noción del tiempo y del espacio.
El mundo fuera del Espejo parecía no existir. Esa habitación, que a veces le parecía una ilusión óptica, era otras veces tan real que las mismas emociones parecían tomar ahí vida propia, como criaturas traviesas e invisibles que lo atrapaban y lo abrazaban con tanta fuerza que lo dejaban sin aire y tan exhausto que sólo le quedaban fuerzas para una paz interior que iba y venía como la marea, pero ganando terreno cada vez hasta inundarlo todo en la penúltima sesión. Después, la inconsciencia del sueño más profundo.
—¿Qué van a hacer con él? —preguntó.
—Está especificado en el contrato, Don Miguel —le contestó el jefe del equipo de científicos que había venido a saludarlo antes de la última sesión—. Toda información personal será eliminada de nuestros equipos hasta el último bit. No podemos arriesgarnos a un escándalo de violación de privacidad y echar el proyecto por la borda.
—¿No pueden simplemente eliminar la información que me relacione directamente con los datos? —contestó, con un dejo de esperanza—. De esta forma se vuelven anónimos.
—No es suficiente —contestó el científico, con cierta tristeza en la mirada—. Existe demasiada información sobre usted en nuestros datos, tan personal y única que sería imposible no identificarlo.
—Pero él ya no es mi imagen. Lo dejó de ser desde el primer momento, cuando nuestras miradas tomaron perspectivas diferentes. Somos gemelos, tan parecidos el uno al otro como dos gotas de agua; pero distintos... y diferentes.
Las palabras salieron de su boca lentamente, como pregrabadas y con el sonido de un eco lejano, mientras sus pensamientos fluían a toda prisa. De esa manera la pregunta ya existía mucho antes de que se materializara en su voz.
—¿Él lo sabe? —preguntó y se preguntó cómo era que las emociones se habían salido del Espejo y lo habían tomado por sorpresa, apretando su cuello y estrujando su cuerpo, produciendo el mismo dolor sordo que lo había hecho venir.
—No lo sabemos a ciencia cierta —respondió el científico, con los ojos muy abiertos—. Nosotros también nos lo hemos preguntado. Hemos analizado los mapas cerebrales en busca de una respuesta, pero los resultados han sido poco claros…
—Creemos que lo intuye —dijo finalmente, desviando la mirada—. Por eso esta última sesión es tan importante.
Respiraron profundamente y abrieron sus respectivas puertas.
—¡Hola! —dijeron al unísono, tal y como había sucedido en las cuatro sesiones anteriores.
Sin embargo, esta sesión era diferente. Platicaron largamente, con afecto y tranquilidad, con la confianza de dos personas que se han conocido desde el principio de sus vidas. Las emociones más fuertes habían dejado la habitación, escurriéndose quizás al abrir o cerrar las puertas. Al mismo tiempo, en esta sesión había dos ingredientes nuevos: un pensamiento que no se quería compartir y la tristeza de la pérdida de un ser querido que, aunque aceptada como necesaria e inevitable, era profundamente dolorosa.
El tiempo pasó rápidamente, como antes, y el momento de separarse los encontró en silencio, mirándose a los ojos con el profundo afecto de dos hermanos que en una semana se habían reencontrado, después de años de estar perdidos el uno del otro, y habían compartido su vida hasta el último detalle.
Fue el primero en levantarse y extender los brazos. Era necesario romper el encanto. Dar el mensaje. No podía dejarlo ir sin que lo supiera. Se fueron el uno sobre el otro y por un instante tuvieron la esperanza de tocarse, de lograr lo inconcebible por la fuerza pura del amor fraternal. Sin embargo, los cuerpos y los brazos se atravesaron sin encontrarse.
Se dirigió entonces a la puerta y, al abrirla, los recuerdos de lo que en esa habitación había sucedido vinieron a su mente como una ráfaga de viento cargado de humedad que lo empapó de pies a cabeza. Volteó a verlo y el otro hizo lo mismo. Se saludaron agitando una mano y una sonrisa.
Después, no hubo más que inconsciencia.
Tenía sentido la pregunta. Miguel Jiménez no tendría por qué sentirse así; pero así se sentía y cada semana era peor. El peso creciente sobre su pecho le hacía más difícil la respiración. La contracción de sus intestinos le producía ese dolor sordo que en ocasiones casi le provocaba el vómito. El abandono de su cuerpo de toda vitalidad más allá de la indispensable para la subsistencia y ese hormigueo en su piel lo hacían sentir tan frágil.
—No lo sé —contestó, con voz cansada.
Había venido para que le dijeran si algo estaba mal en su cuerpo, no para platicar de su vida personal. No servía para nada. Ya había consultado a varios psicólogos y había sostenido largas pláticas con ellos, muy interesantes algunas; pero a fin de cuentas todos acabaron desilusionándolo.
—El problema con usted es que es muy inteligente —le había dicho el último de ellos— y usa su inteligencia para esconderse muy bien.
No es que quisiera esconderse. Al contrario, trataba de cooperar siempre; pero no funcionaba. Nunca lo había hecho y es por eso que siempre acababa solo y decepcionado.
Se despidió del médico y salió del consultorio. Al menos había conseguido descartar que algún problema en su estado físico fuera la causa de su situación. Estaba sano. Tanto o más sano que cualquiera, o al menos igual de enfermo.
La secretaria tenía una llamada y Miguel tuvo que esperar un poco para pagar la consulta; algo que muy pocas veces sucedía, porque Miguel Jiménez era de esas personas que muy rara vez esperan. Paseo su mirada por la pequeña sala, sobria pero elegante, hasta descansarla sobre las revistas en la mesa de centro. Allí fue donde se reencontró con el anuncio que había llamado su atención mientras hojeaba las revistas antes de ver al médico.
‘El Espejo – Conócete a ti mismo en la última frontera’.
No le costó trabajo hacerse del ejemplar. Pagaba demasiado como para que le dijeran que no podía llevárselo. Así pudo leer la nota con calma, en su oficina:
Investigadores del Massachusetts Institute of Technology han desarrollado un complejo sistema llamado El Espejo (The Mirror) que consiste en la integración de tres dispositivos: un sofisticado escáner del cerebro humano capaz de producir un mapa detallado de todas sus conexiones neuronales, un poderoso sistema computacional capaz de tomar dicho mapa y un modelo tridimensional de una persona y simular el comportamiento de la persona con ese cerebro y ese cuerpo, y una habitación inteligente donde se puede conversar e interactuar con “esa persona” a través de la combinación de una imagen holográfica y un sintetizador de voz controlados por el simulador...Miguel leyó el resto de la nota con avidez e inmediatamente hizo venir a su secretaria.
Convencer a los científicos no fue tan difícil, considerando que Miguel no tenía problemas en hacer una donación del tamaño requerido para ser considerado “sujeto de experimentación”. Las instrucciones resultaron muy simples. De hecho, prácticamente una sola:
—No intente tocarlo —le dijo el científico, apenas ocultando su excitación—. Su mano no va a encontrar nada y se romperá el encanto.
El proceso de clonación, en cambio, fue largo, ruidoso y claustrofóbico.
—Es como una vieja resonancia magnética —le dijeron— totalmente inofensiva. La versión comercial, por supuesto, será mucho más silenciosa y con una pantalla para disminuir el aburrimiento. Porque no creemos que pueda hacerse mucho más rápida; el cerebro humano es increíblemente complejo.
Finalmente, llegó el momento.
—Cuando esté listo cierre los ojos —le dijo el asistente—respire profundo y abra la puerta.
Abrieron la puerta al mismo tiempo y clavaron la mirada el uno en el otro, maravillados.
—¡Hola! —dijeron a una sola voz.
Se inspeccionaron con un detenimiento que en otras condiciones hubiera sido impertinencia. Pero aquí era diferente. No había nadie más. Los movimientos eran lentos, pero confiados, como dando tiempo para observar y ser observados. Se sentaron casi al mismo tiempo y cruzaron las piernas de la misma forma, esperando que el otro comenzara la plática. Solamente para volver a hablar al unísono.
—¡Qué curioso! Nunca pensé estar en una situación así.
—Al principio la comunicación será difícil, porque serán exactamente iguales —le habían explicado los científicos en la entrevista previa al experimento—. Por eso es que diseñamos la habitación de modo que fuera totalmente asimétrica: para que cada uno tome un camino diferente.
—Es como el principio de incertidumbre de Heisenberg —sugirió Miguel— sólo podemos observarnos rompiendo nuestra identidad.
Poco a poco, las pequeñas diferencias fueron haciendo mella y la comunicación empezó a fluir. La reunión duró un par de horas, que para Miguel fueron solamente unos minutos. La experiencia era simplemente increíble. Como hacerse una pregunta y ser tomado por sorpresa y responderse sin poder mentir. Como dos esferas cuyas superficies fueron tomando texturas diferentes, pero cuyos idénticos interiores en resonancia acabaron por salir a la superficie, dando a cada una la forma de una botella de Klein.
Las condiciones habían sido muy claras y tajantes, a pesar de la jugosa contribución al financiamiento de la investigación de parte de Miguel Jiménez: el experimento no podría durar más de una semana y el sujeto tendría que permanecer todo el tiempo en las instalaciones del MIT bajo estricta vigilancia del equipo de investigadores y sin conexiones con el mundo exterior. En condiciones normales esto hubiera sido imposible para Miguel, pues desatender sus negocios por una semana era arriesgarse a perder miles de millones de dólares. Sin embargo, eso ahora no importaba. Cuando no estaba en El Espeja ni tenía que contestar las andanadas de preguntas de los investigadores o someterse a un sin fin de estudios de todo tipo, Miguel se enfrascaba en sus recuerdos, tanto de su última e inenarrable experiencia como de su vida anterior, ahora tan lejana. Nadaba entre ellos como una tortuga en un banco de medusas, hasta perder la noción del tiempo y del espacio.
El mundo fuera del Espejo parecía no existir. Esa habitación, que a veces le parecía una ilusión óptica, era otras veces tan real que las mismas emociones parecían tomar ahí vida propia, como criaturas traviesas e invisibles que lo atrapaban y lo abrazaban con tanta fuerza que lo dejaban sin aire y tan exhausto que sólo le quedaban fuerzas para una paz interior que iba y venía como la marea, pero ganando terreno cada vez hasta inundarlo todo en la penúltima sesión. Después, la inconsciencia del sueño más profundo.
—¿Qué van a hacer con él? —preguntó.
—Está especificado en el contrato, Don Miguel —le contestó el jefe del equipo de científicos que había venido a saludarlo antes de la última sesión—. Toda información personal será eliminada de nuestros equipos hasta el último bit. No podemos arriesgarnos a un escándalo de violación de privacidad y echar el proyecto por la borda.
—¿No pueden simplemente eliminar la información que me relacione directamente con los datos? —contestó, con un dejo de esperanza—. De esta forma se vuelven anónimos.
—No es suficiente —contestó el científico, con cierta tristeza en la mirada—. Existe demasiada información sobre usted en nuestros datos, tan personal y única que sería imposible no identificarlo.
—Pero él ya no es mi imagen. Lo dejó de ser desde el primer momento, cuando nuestras miradas tomaron perspectivas diferentes. Somos gemelos, tan parecidos el uno al otro como dos gotas de agua; pero distintos... y diferentes.
Las palabras salieron de su boca lentamente, como pregrabadas y con el sonido de un eco lejano, mientras sus pensamientos fluían a toda prisa. De esa manera la pregunta ya existía mucho antes de que se materializara en su voz.
—¿Él lo sabe? —preguntó y se preguntó cómo era que las emociones se habían salido del Espejo y lo habían tomado por sorpresa, apretando su cuello y estrujando su cuerpo, produciendo el mismo dolor sordo que lo había hecho venir.
—No lo sabemos a ciencia cierta —respondió el científico, con los ojos muy abiertos—. Nosotros también nos lo hemos preguntado. Hemos analizado los mapas cerebrales en busca de una respuesta, pero los resultados han sido poco claros…
—Creemos que lo intuye —dijo finalmente, desviando la mirada—. Por eso esta última sesión es tan importante.
Respiraron profundamente y abrieron sus respectivas puertas.
—¡Hola! —dijeron al unísono, tal y como había sucedido en las cuatro sesiones anteriores.
Sin embargo, esta sesión era diferente. Platicaron largamente, con afecto y tranquilidad, con la confianza de dos personas que se han conocido desde el principio de sus vidas. Las emociones más fuertes habían dejado la habitación, escurriéndose quizás al abrir o cerrar las puertas. Al mismo tiempo, en esta sesión había dos ingredientes nuevos: un pensamiento que no se quería compartir y la tristeza de la pérdida de un ser querido que, aunque aceptada como necesaria e inevitable, era profundamente dolorosa.
El tiempo pasó rápidamente, como antes, y el momento de separarse los encontró en silencio, mirándose a los ojos con el profundo afecto de dos hermanos que en una semana se habían reencontrado, después de años de estar perdidos el uno del otro, y habían compartido su vida hasta el último detalle.
Fue el primero en levantarse y extender los brazos. Era necesario romper el encanto. Dar el mensaje. No podía dejarlo ir sin que lo supiera. Se fueron el uno sobre el otro y por un instante tuvieron la esperanza de tocarse, de lograr lo inconcebible por la fuerza pura del amor fraternal. Sin embargo, los cuerpos y los brazos se atravesaron sin encontrarse.
Se dirigió entonces a la puerta y, al abrirla, los recuerdos de lo que en esa habitación había sucedido vinieron a su mente como una ráfaga de viento cargado de humedad que lo empapó de pies a cabeza. Volteó a verlo y el otro hizo lo mismo. Se saludaron agitando una mano y una sonrisa.
Después, no hubo más que inconsciencia.
Comentarios